Popurrí de cine asiático: Moe no suzaku (1997)

Naomi Kawase es una magnífica directora de cine japonés, sus trabajos están repletos de todas imágenes que respiran ensueño, melancolía y una osada simetría de lo estático y lo profundo. Se sirve de lo inocuo para resaltar su papel intermitente, utiliza su prosaico roce con lo real y el mundo personal de cada uno que se aprisiona para verlo ser para engendrar una pauta poética que catalizará su lenguaje con parsimonia.

Ayer tuve la suerte de toparme con una de sus películas que no había visto: “Moe no suzaku”, el que fuera su primer largometraje de ficción. Y creo que no he cometido un error más grande en toda mi vida, pero también hace tiempo no acertaba de esta manera. Moe no suzaku es una cinta que no nos deja indiferentes, desde ningún sitio, desde ningún enfoque. Aquí el flujo de emociones encaja a la perfección con el relato, que sigue con fidelidad el estilo de Kawase, marcado por un ritmo preciso y mágico.

¿La trama? Podríamos decir que es la historia de una familia que vive en un pueblo de Japón y de cómo sus lazos se van abriendo y transmutando con el paso del tiempo y diversas acciones. Soy incapaz de describirlo, y no es una premisa complicada, pero sí compleja. Su semántica se basa en los filamentos invisibles que nos unen, y como el rumbo alterno de una vida puede apagarse y encenderse constantemente. El amor, lo inamovible del tiempo y la evolución de todo el resto. Prismas palpables, luces que nos esperan al final de un túnel o nos llenan en plenitud, vientos tenues, lluvias purificadoras. Este film es eso, pero como es tanto también es tan poco.

Ancla el alma al axioma de lo sensitivo, y sosegadamente nos envuelve con ello para luego abandonarnos en la delicada conceptualización de un sentir experimentable pero efímero ante las palabras, vacío de expresividad oral. En la práctica estaríamos hablando de diálogos cortos, colores intensos y radicalmente opuestos en algunas escenas para señalar el vasto alcance de las emociones, cámaras fijas como medio para plasmar el movimiento humano frente a la quietud metamórfica de la naturaleza y su cauce eterno e incomprensible, hasta para la empírica elucubración mundana, pero que nos rodea y nos une.

El verde está ligado a la juventud.

El azul es la representación de la pureza y lo apacible.

En lo personal creo que Naomi Kawase emplea la figura del túnel como una analogía de la vida misma. Única planicie donde transcurren todas nuestras experiencias, sitio en el cual hace que asociemos el verde con la juventud y donde más adelante en la historia nos mostrará como ese color reflejado en el túnel se convirtió en azul, y alcanzarlo simboliza una búsqueda instrínseca de tranquilidad y pureza. El verde, al igual que el amarillo simbolizando lo espontáneo y la alegría, también está presente, además del lugar donde viven, en todos los metrajes que graba uno de los personajes, filmando árboles, arbustos, habitantes del pueblo y momentos de cuando eran todos más jóvenes. La potencia de lo narrado y la unión del color con la infancia logran tocarnos en lo más hondo y desmembrarnos de toda fantasía para con simpleza abatirnos de realidad.

Son las cosas que no vemos, las cosas que te hacen dudar, que no sabes que son. Como un viento, una luz… Dentro de ellas hay “algo”, y este “algo” es lo que quiero mirar

Naomi Kawase

El sonido, el clima, la música, hacen de esta película una apología a la belleza. Esa sensación me transmitió Moe no suzaku, la de una directora buscando el sentido de la belleza dentro de lo que considera bello. Sólo virtuosismo y mística pueden salir de ahí. Y junto a ellos los grises de toda cotidianidad.

Por último, y ya para despedirme por esta entrada, les dejo uno de los temas más hermosos del soundtrack de la película. Espero que les guste mucho, y que puedan darle una oportunidad a esta gran creadora que es Naomi Kawase.

 

 

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