[…]soy un noble androide neorrenacentista; hace tres días, volviendo a casa del trabajo, me vi involucrado en un accidente de tráfico múltiple: un primer coche arredrado, frenó súbitamente en la autopista (con efecto vértigo) cuando se desveló que abocaba a las fauces de un punto negro, artificio conveniente para un segundo automóvil que se disponía a darle caza, se desencajaba la mandíbula para engullirlo, cuando yo (en plano subjetivo) al ver que no podía frenar tanto como requería la situación, intenté esquivar a la quimera cambiándome al carril izquierdo, lo intenté y por eso mismo no lo logré, chocando contra ella por el flanco derecho; en el ínterin, el quitamiedos y el airbag se acompasaban, preparándose para la vehemente danza apocalíptica con fugaz beso de amor a la que sucumbiría sin remedio. En plano secuencia: un cuarto coche (cuyo chauffeur ve como este narrador loco daba un volantazo a la izquierda y una rueda alzaba, libre, el vuelo) se estampó de frente contra el segundo automóvil cual tampón de tampografía, generando proyectiles de metralla (en 3D se proyectan al espectador) que penetraron, mordieron y desgarraron el casco de popa mientras me estrellaba por el flanco izquierdo contra la mediana en un movimiento de vaivén aberrante, componiendo una sucesión de imágenes surrealistas, lisérgicas (deformadas con la técnica Slit-scan). Bad trip. Finalmente, tras la barahúnda, fondeé ante la linde de la misterioso e infausta área. Mi automóvil quedó siniestro total. Larga retahíla de componentes dañados a modo de títulos de créditos. Fundido encadenado. El coche se encuentra arrumbado en el arcén y yo frente a él (ataviado con un chaleco amarillo fluorescente) observando sus rueditas delanteras descoyuntadas; era como si me hiciera una reverencia Dogeza, a la cual respondí, mohíno, inclinando la cabeza unos 15º. Acto seguido, un aquelarre de fantasmagóricas plañideras surgieron del lóbegro territorio para sobrevolar el lugar entonando su estridente llanto. De pronto, una invadió mi campo visual; su sombrío velo dejaba entrever su pecaminosa y tentadora desnudez, pero sus luminiscentes ojos (azul sobre azul) mostraban su cándida alma, que se disolvía paulatinamente en reconfortantes lágrimas. Perdido en el tiempo, perdido en sus ojos celestes sin rastro de blanco, cual cielo despejado, con radiantes soles en vez de pupilas; mi periodo de duelo concluyó y nuestras miradas se desconectaron saudades. Tras lo cual, un dolmen sepultaba mi carruaje y (con el cielo encapotado y fucilazos en tercer plano) diluviaban toneladas de arena focalizadas en la creación del túmulo funerario, en torno al cual, hacían corrillo las lloronas. El sino quiso que éste fuera el final de mi estimado medio de transporte, pero, en cambio, fue benévolo conmigo, solo me ocasionó un latigazo cervical; por el cual me he visto obligado a llevar un collarín que me retrotrae a la lechuguilla. Consecuentemente, me siento perteneciente al cinquecento (segunda mitad del Rinascimento italiano), periodo histórico de los grandes artistas / los polímatas y cuando se instauró la decimonónica moda (entre los nobles, uomini e donne) de portar pomposos y desmesurados cuellos de lechuguilla; distintivo que les dotaba cierta impronta arrogante, de mirar por encima del hombro al resto de mortales. Por otro lado, también he de añadir que a causa del actual dolor de cuello, hombros y espalda, parece como si en algún momento reprimido, sustraído de está historia, un ente pernicioso que mora en el buio punto, me hubiera torturado, introducido un palo por el orto, una percha por la garganta y no continuará con el martirio al desconcertarle que me relajara e intentará disfrutarlo; pedir más le asustó y a mi me salvó, me dejó como única secuela que ahora mi caminar es, ciertamente, a la «maniera robótica». Quizás, por todo ésto, sea apropiado decir: soy un noble androide neorrenacentista; hace tres días, volviendo a casa del trabajo, me vi involucrado en un accidente de tráfico múltiple […]